Esta semana quiero responder a las críticas que algunos líderes políticos han lanzado contra la Iglesia católica, afirmando que estamos haciendo un mal uso de fondos federales para el asentamiento de refugiados y que dichos ministerios prueban que la iglesia está más preocupada por su “ingreso neto” que por el servicio humanitario que ordena el Evangelio. Comparto la decepción del cardenal Timothy Dolan de Nueva York, quien calificó estos ataques como infundados e “injuriosos”. Aquí están los hechos. La Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (USCCB, por sus siglas en inglés) recibe subvenciones federales para ayudar en el reasentamiento de refugiados. Esta asociación entre la Iglesia y el Gobierno existe desde que el Congreso promulgó el Programa de Admisiones de Refugiados de Estados Unidos en 1980. El gobierno de Estados Unidos nos ha invitado entonces a asociarnos con ellos en esta labor y, durante este medio siglo, lo hemos hecho de manera efectiva y eficiente. Estados financieros anuales auditados muestran que estos fondos se usan exclusivamente para reasentar y servir a migrantes y refugiados. Se presta una atención especial a las personas vulnerables, particularmente a los menores de edad y aquellos en riesgo de ser víctimas de trata de personas. Cuando una agencia católica acepta dicha subvención, se compromete a prestar servicios en nombre del Gobierno. Lo mismo sucede con cualquier organización benéfica que reciba dólares federales, estatales o municipales para ayudar a los menos favorecidos. No es inusual que los desembolsos del Gobierno cubran sólo una parte del costo total del servicio que se provee, en cuyo caso la organización benéfica cubre la diferencia con fondos de donantes. La afirmación de que la Iglesia se dedica a obras caritativas para acumular ingresos, como se ha sugerido (recientemente y hace muchos años, por nativistas que buscaban excluir a los católicos de la vida pública), es simplemente falsa. Además, contradice la comprensión básica de una misión clave de la Iglesia católica. Cristo mismo nos ordenó a servir a los necesitados, independientemente de su proximidad u origen nacional. Asumimos esta labor, sirviendo a personas de cualquier grupo racial, credo o color, porque es el Evangelio. En una palabra, servimos a quienes vienen a nosotros no porque sean católicos, sino porque nosotros somos católicos, con los ojos y los oídos abiertos a lo que Jesús nos recordó sobre cómo seremos juzgados: “tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron” (Mateo 25). La verdad importa, y por eso creo que es necesario dejar las cosas claras. Nadie que sirva a los necesitados tiene ningún interés en entrar en una discusión con figuras públicas que hacen declaraciones demostrablemente falsas sobre el por qué la Iglesia sirve. Están demasiado ocupadas alimentando a quienes tienen hambre, vistiendo al desnudo, dando refugio al desamparado. Preferirían usar el tiempo limitado que Dios nos concede a cada uno de nosotros para perseguir las exigencias del Evangelio.