Culturalmente, enero es el mes de transición. El pasado queda atrás, mientras los historiadores relatan los principales acontecimientos del pasado año, las celebridades son conmemoradas y se cierran los libros de registros. Al mismo tiempo, comenzamos los primeros días de un nuevo año haciendo propósitos y predicciones, inaugurando nuevos liderazgos y abriendo nuevos procedimientos contables para medir inversiones y evaluar impuestos. Este es el mundo en el que vivimos al comenzar un nuevo año. Sin embargo, la comunidad cristiana en estos primeros días dirige su atención hacia un punto de referencia diferente al considerar lo que significa el inicio de un nuevo año. Comenzamos un nuevo año celebrando el bautismo de Jesús en el río Jordán, porque, como narra Pedro en los Hechos de los Apóstoles, allí es donde comienza la historia de nuestra salvación, ganada por Jesús en la cruz y la resurrección de él a una nueva vida. Esa es nuestra historia, que también comenzó con nuestro bautismo. Seamos claros. No somos bautizados solo porque Jesús fue bautizado. No, nuestro bautismo no es el bautismo que Jesús recibió por parte de Juan en el Jordán para el perdón de los pecados. Más bien, como San Pablo observa en Romanos 6, somos bautizados no en el bautismo de Jesús sino bautizados en su muerte: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva”. En otras palabras, nuestro bautismo es más que una purificación del pecado. Nos sitúa en una trayectoria diferente en la vida, ya que ahora es definida por estar unida a la muerte salvadora de Cristo en la cruz. Tal vez el énfasis excesivo en el bautismo como lavado del pecado que heredamos por la caída de Adán y Eva ha limitado nuestra comprensión de este significado muy profundo y original de este sacramento de iniciación. Aunque es verdad, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (405), que el sacramento del bautismo borra el pecado original, lo hace “dando la vida de la gracia de Cristo…y devuelve el hombre a Dios”. En otras palabras, no sólo somos liberados del pecado, sino que se nos da una vida nueva con un nuevo destino y dirección, porque estamos unidos a la obra de Cristo de lograr la salvación del mundo. El bautismo nos da una nueva identidad, propósito y dignidad. Asumir esa identidad y propósito y respetar nuestra dignidad es la invitación que se nos hace al comenzar un nuevo año y celebrar la fiesta del Bautismo de Jesús. La historia de Jesús comienza, tal como lo narra Pedro, “(con la unción) con el Espíritu Santo (cuando)… Él pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él”. Esa es también nuestra historia y la manera como deberíamos pensar acerca de comenzar un nuevo año mientras reflexionamos sobre nuestro llamado bautismal a participar en la obra salvadora de Cristo en nuestro mundo. Sí, el mundo comienza un nuevo año con cálculos, propósitos y predicciones sobre lo que puede venir. De muchas maneras, eso nos deja como observadores pasivos y tal vez incluso víctimas de las cosas que aún están por suceder. Nuestro bautismo, sin embargo, nos llama a ser agentes o, como nos insta el papa Francisco en este año de jubileo, a ser peregrinos de esperanza al comenzar el 2025; peregrinos de esperanza que se unen al Señor crucificado y resucitado para lograr la salvación del mundo haciendo el bien y sanando al oprimido, confiados de que así como Dios estuvo con Jesús, Dios está con nosotros.